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19 de abril de 2009

Vigilados y castigados

¿Cuán enferma está la sociedad como para que ya no se nos erice la piel al ver a chicos que mueren por desnutrición o que están revolviendo la basura? ¿Cómo llegamos al punto en que la discusión gira en torno a “pena de muerte sí o no” cuando la desigualdad socio-económica se agranda cada vez más y son muy pocos los que denuncian semejante aberración?


Teniendo en cuenta la ausencia de partidos políticos serios y coherentes en la oposición, la inexistencia de instituciones confiables, y el clima destituyente que sufre el gobierno por parte de grandes grupos económicos, los medios de comunicación “se apropiaron de lo público al punto de imponer un monopolio de ideas y conceptos. En otras palabras, marcan la microagenda del país basados en sus propios intereses ideológicos y comerciales y la gente termina diciendo lo que los medios piensan y quieren que se diga. Así, sólo leemos, vemos y oímos hablar de “la inseguridad”, “el campo” y las “candidaturas testimoniales”.
Son muy pocas –por no decir nulas- las voces que se escuchan denunciando el crimen del hambre de nuestros niños. Esta indiferencia social es hija de las políticas neoliberales nacidas en los años oscuros de la dictadura, luego profundizadas durante el menemato. Allí se forjó una cultura insolidaria, individualista y estigmatizadora del pobre que se impregnó en nuestras conciencias y aún hoy continúa presente.

Lejos de haber llegado el “fin de las ideologías” –como predecían y deseaban tantos neoliberales-, la invisibilización de los excluidos es una evidente postura de la derecha más rancia. Ser de derecha implica defender a rajatabla los intereses de aquellos mismos que generaron las condiciones para la multiplicación de la misma pobreza que hoy buscan ocultar y castigar.

Como expresión de este sistema perverso de doble exclusión –socioeconómica y mediática- hace pocos días el intendente de San Isidro, Gustavo Posse, empezó a construir un muro en el límite con la vecina San Fernando. Aunque no pudo llevar a cabo su iniciativa, su discurso racista ya viene legitimado desde hace rato por la campaña atemorizante hacia los habitantes por parte de Clarín, La Nación, Crónica, TN, Telefé, por sólo citar algunos. La construcción que se hace desde allí de los pobres los señala como los culpables de todos los males y de la inseguridad, llegando al extremo de manipular el significado de este último concepto. Esa criminalización de la pobreza también es violencia, por más que pocos se atrevan a admitirlo.

Como alumnos obedientes, aprendimos a masticar el discurso mediático; ya no nos cuestionamos el statu quo, no nos alarmamos al advertir que exista gente negada de sus derechos básicos, que sufre desalojos de sus ya de por sí viviendas precarias. Indigna notar esta alienación social y la naturalización de los prejuicios hacia aquellos que nacen ya condenados a vivir en la pobreza e inmersos en la lógica de violencia.

Hipócritamente, sólo hablamos de ellos cuando ocurre un hecho delictivo y son utilizados como chivo expiatorio. De hecho, se han escuchado críticas absurdas que acusaban al gobierno de “respetar sólo los derechos humanos de los ‘pibes chorros’’’. ¿Acaso no son derechos humanos el tener una casa, ir a la escuela, tener un trabajo digno, entre otras cuestiones de las que todos los pobres están privados?


No se admite, deliberadamente en la mayoría de los casos, que este clima de inseguridad responde precisamente a la profunda desigualdad intrínseca al sistema capitalista excluyente. Los sectores marginados, sin horizontes de un futuro mejor, sin un Estado que les garantice sus derechos, no valoran siquiera su propia vida. Entonces, ¿cómo se les puede exigir que tengan consideración con aquellos que reproducen esa lógica?

Nuestro papel como sociedad debe ser activo, debemos promover un espíritu crítico y accionar para cambiar este estado de las cosas. Lo peor es resignarse o esperar a que los demás solucionen los problemas de los que todos somos en parte responsables, aunque más no sea por omisión. El dilema ético que se nos plantea es muy claro: ser cómplices de la injusticia o comprometernos con nuestros pares que piden ayuda a gritos, haciendo oídos sordos a los que nos tilden de utópicos.

Ingrid Oxenghendler

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Una mirada inteligente que ojalá sirva a muchos (o a todos) para ser más solidarios y comprometidos..

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